Me llamo Carmen y tengo cincuenta y tres años. Trabajo desde los veinticuatro. Cuando llegue a sesenta y cinco, edad de jubilarse, al menos por ahora para mí, llevaré ya cuarenta y un años trabajados. Algunos «visionarios» hablan sin pudor, de «cambio cultural» y dicen que podemos trabajar hasta los setenta y cinco.
En esta pandemia, por otros motivos de salud, he visto irse a mi padre, a la edad de ochenta y cinco años. Un año después hemos despedido a nuestra madre con setenta y siete años. Aquí quería llegar yo.
Cualquiera debiera pensar que en el estado del bienestar en que vivimos, mis padres habrán tenido apoyo del mismo, en sus últimos años, tras una vida de duro trabajo.
Mi padre empezó de picapedrero, siendo un niño con cuerpo grande y piernas largas, en la carretera que llevaba a su pueblo de Granada. Terminó su vida laboral limpiando por las noches, de lunes a sábado y de 22:00 a 5:00 de la madrugada, ese centro comercial que marca las estaciones en el calendario.
Mi madre fue ama de casa hasta que fuimos mayores, nos cuidó a mi hermana y a mí, mientras nuestro padre tenía dos y tres trabajos. Cuando se incorporó al mundo laboral lo hizo también en los cuidados. Dedicó treinta y cuatro años de su vida a trabajar por los desheredados de la Tierra. Las madres adolescentes fue su último proyecto.
En 2017 mi hermana y yo empezamos a ver el deterioro de ambos y decidimos que había solicitar la ayuda a la dependencia. Leer más